7. El camino de vuelta a casa

Cosme y Lucía jamás perdieron el sentido de sus orígenes por más deslumbrante que quisiera presentarse el nuevo mundo ante sus atónitos ojos. Aturdidos, confusos, gozando apenas de unos instantes de lucidez durante los que percibían que aquel no era su lugar en la existencia de los humanos, trataban de desempeñar lo mejor posible sus cometidos.

Lucía había substituido los textos de Ofelia por los cánticos del Liberation Army con igual resultado en cuanto a su comprensión, lo cual tampoco fue óbice para que se convirtiera en una diva. La capitana del distrito estaba encantada con la colecta de limosnas que conseguía todos los días en las largas jornadas de postulación por las calles de Nueva York adelantándose o yendo a la zaga de la banda de música, según su inspiración del momento.

Fue deslizándose el tiempo silenciosamente, hasta que un día la Superiora de la Orden del Liberation Army le dijo a la Sargento Lucy (como llamaron a Lucía desde el primer momento) que había sido invitada para integrar la delegación que iría a Londres a la Convención Mundial.

– Es una ocasión – añadió la Superiora – para poder visitar tu país. El dictador acaba de morir y no creo que tengas problemas en actualizar tu pasaporte, bueno, el que llevabas al llegar a Nueva York. ¿Lo conservas aún? – ¿El dictador? – repitió Lucía como si le hablaran del Emperador de China. – Sí, Franco, acaba de morir. No me digas que no sabes quién era Franco! – El generalísimo… – ¿El qué? – No sé, solo es un vago recuerdo. – Lucía se tomó unos instantes en contestar porque en su mente habían empezado a encajarse de pronto diversas luces que pulularon en desorden y tratando de no conectarse desde hacía tiempo – Ah. Ya. Qué lejos… – Sí, hija, muy lejos, ¿verdad? Pero por fin la pesadilla ha terminado.

Lucía se la quedó mirando fijamente como si de su rictus amable pudiera descubrir a qué pesadilla se estaba refiriendo la anciana vestida con el uniforme paramilitar azul oscuro, pero al no conseguirlo lo substituyó por una pregunta muy candente.

– ¿Cuándo salimos? – En unos quince días. Tú vas a hacer un discurso. No te preocupes, solo tendrás que leerlo. No hay nadie en este mundo que tenga tu voz y tu encanto. No entiendo cómo no te has casado, con la cantidad de pretendientes que has tenido incluso aquí dentro en el “Army”. Bueno, sí lo entiendo, una mujer como tú ….

Y dejó la reflexión en el aire, del que no iba a disiparse en mucho rato. Lucía no podía entenderlo porque ella hacía las cosas simplemente como las sentía, y en su corazón solo había espacio para un mozalbete desaliñado y algo torpe que solo vivía por ella y que cuando se hizo mayor se convirtió en un hombre tan irresistible como mortalmente tímido. Hay corazones de mujer u hombre demasiado grandes para albergar a más de un amor. Los pequeños albergan a cualquiera porque hacen aguas como un tonel acribillado por la metralla. La superiora de aquel curioso ejército de salvación civil inventado por los ingleses para reparar sus culpas y trasladado al nuevo mundo, tampoco se había casado nunca porque su corazón era tan grande como el de Lucía y solo podía albergar a su hombre muerto muchos años atrás en las trincheras de Verdún o al mundo, al que finalmente había entregado su vida.

Y así fue como Lucía volvió a España en plena transición a un estado democrático, irreconocible para aquella jovencita a la que un día un misterioso personaje había embaucado para salir en compañía de unos convecinos de un pequeño pueblo perdido en el páramo burgalés, al que tampoco reconoció. Su padre también había muerto, su madre vegetaba un avanzado Alzheimer en un hospital de Burgos, la lechería era ahora un bar de copas y había farolas en todo el pueblo, y las calles todas asfaltadas y edificios de pisos y un par de urbanizaciones en las que empezaba a extenderse la fiebre de los campos de golf para gente de fuera. Se hospedó en casa de sus tíos a los que costó muchísimo reconocerla y creerse que estuvo viva todos aquellos años.

Y al cabo de unas semanas estuvo a punto de volver a marcharse porque no conseguía reconocer el terreno de su niñez ni el pueblo que dejó atrás, de no ser porque el destino, que algunas religiones llaman Dios, tiene ciertos caprichos igualmente difíciles de entender.

Una mañana, al salir a por la compra se quedó de una pieza en plena calle. A un centenar de pasos un hombre con una maleta en cada mano parecía haberse quedado como ella pero desde hacía mucho más rato porque la sintió desde lejos y aún sin verla porque estaba dentro de la tienda. El contraluz le impedía ver bien su rostro, pero cuando alguien por rarísimas circunstancias logra conservar su instinto intacto, éste resulta mucho más poderoso que cualquier circunstancia. Por primera vez en muchos años, que le parecían todo un siglo reconoció algo que encajaba perfectamente en su interior. Dejó la bolsa en el suelo y fue hacia el con paso resuelto, casi marcándolo como le habían enseñado en el “Army”. Temblaba de pies a cabeza, conservaba todo su cabello pero completamente blanco. Una antigua cicatriz señalaba su cara desde el temporal a la mandíbula.

– ¿Cosme? – él no pudo articular palabra, también había descubierto su ser en aquella otra persona al otro lado de la calle, en la que había estado esperando inmóvil durante casi una hora. Y a Lucía se le ocurrió de pronto aquella frase que dice la heroína de Guerra y Paz cuando encuentra por fin a su hombre que regresa del frente del Neva después de que los ejércitos de Napoleón han sido expulsados por fin de Rusia: – “Señor: Al igual que esta ciudad, mostráis vuestras cicatrices, pero seguís en pie”.

Cosme no podría articular palabra en muchísimo rato. Se oyó el ruido de ambas maletas caer al suelo pero el ruido del inmenso e incondicional abrazo solo pudieron oírlo los amantes fundiéndose en un solo, como siempre estuvieron, aun sin decírselo.

Esta es la historia de Lucía y Cosme. La de sus compañeros de reparto y su propio viaje es otra historia.

Lucía condujo a Cosme al bar ubicado en lo que antes fue la lechería de su padre. Se sentaron en una mesa de la terraza, pidió dos cafés, y se lo quedó mirando como si quisiera retener el mundo para sí misma, ahora que lo había recobrado. Cosme seguía mirándola con aquella devoción incondicional que ella recordaba de niño y que seguía sin saber aún como corresponder. Empezó a hablarle despacio porque lo conocía mejor que a ella misma.

– ¿Cómo has llegado hasta aquí? – En avión. – Yo también. Ahora ya no se viaja en barco, ¿eh? – Eso parece. – ¿Cómo te hiciste eso? – En una pelea, en el Bronx. – Debieron ser muchos contra ti, ¿verdad? – Oh, no, no fue para tanto… – a ambos se les desató la risa por primera vez y los cascabeles de sus sonidos en el aire fueron flores que se enlazaron en guirnaldas alrededor de de ambos. – Cuéntame, Cosme, ¿Qué fue de ti cuando terminó la función, cuando nos dispersaron? – Espera… – Cosme apretó los párpados, los dientes, las líneas de la frente, y por fin soltó, sin terminar de abrir los ojos. – Antes he de decirte algo. – ¿El qué? – Algo que llevo dentro desde… no sé cuándo. – Vamos pues, dilo. – ¿Quiero casarme contigo? – soltó con voz queda pero firme. – Y yo también contigo. – respondió inmediatamente y con sencillez Lucía. – Lo hemos querido siempre, ¿no? – No sé cómo se hace eso… – insistió Cosme y se incorporó para mirarla con los ojos bien abiertos y su mano derecha, ya sin temblar una brizna fue a buscar la de Lucía al tiempo que se levantaba de la silla para hincar una rodilla en tierra. – ¡Oh, Cosme, no hace falta! – pero su hombre ya se había arrodillado y se disponía a recitar la fórmula tradicional que aprendiera de su padre. Lucía se levantó también y puso una rodilla también sobre el piso. – Si lo quieres así, sea, pero los dos a la vez, ¿de acuerdo? – Pero es que… – Cosme, hemos estado casados tu y yo desde que nacimos, ahora ya solo nos falta vivir juntos… dormir juntos. – Lucía sonrió tan dulcemente que Murillo hubiera dado 10 años de su vida por poder retratarla, al ver como su hombre enrojecía como una rosa roja. – Quiero casarme contigo. – Quiero casarme contigo… – respondió él.

Un vez se volvieron a sentar Cosme le contó su vida desde la última vez que se vieron, en el hotel de lujo.

– ¿Cómo decidiste volver si estaban tan bien considerado, con un empleo en la policíay un buen lugar donde vivir? – Fue un día, por la mañana al despertarme, de pronto, no sé porque me pareció que no estaba en el mismo sitio, que el apartamento había cambiado. Miré por la ventana y también me pareció que la calle había cambiado. Pero no creas: había cambiado completamente. Como si hubiera volado a otro lugar. Al llegar a la comisaría le dije al sargento que quería volver a casa. “¿A casa?” respondió, “¿Dónde está tu casa”. Y ¿sabes qué le respondí? – Lucía siguió atenta, por nada del mundo hubiera querido interrumpir aquel largo monólogo. – Pues, que ya la encontraría. ¿Te das cuenta? Eso le respondí; qué tontería. El sargento era un buen hombre a pesar de su feroz apariencia, y me dijo que cuando yo quisiera. Y ¿sabes?, pues intentó ayudarme. Me dijo que mi casa estaba en España en un lugar llamado Osario. Había investigado, claro, y llegó hasta el teatro famoso donde hicimos… aquello. Pero lo pronunciaba mal, con “a”, en lugar de Osorio. Yo le corregí y le pedí si podía ayudarme a encontrar el lugar. Y ¿sabes? Se puso ante una pantalla grande, como si fuera una tele, pero que le llaman “ordenador”, y allí apareció este pueblo claramente en un mapa. – Respiró hondo – Y eso es todo. – Te quiero con toda mi alma, Cosme; eres mi alma. – Cosme no pudo sacar ninguna frágil palabra del amasijo de emoción que bloqueaba su garganta. Lucía continuó sin pestañear. – Y ya estamos juntos. Ahora solo tenemos que decidir dónde vamos a vivir. – Pero, ¿y la iglesia? – insertó Cosme. – Ah, la ceremonia. Bueno, no creo que debamos gastarnos un céntimo en cosas superfluas, a menos que tú quieras… – No, no, lo que tú quieras, lo que tu digas. – Cosme, cuando dices tú te refieres a ti. – No entiendo. – Sí lo entiendes. No es lo que “yo” quiera, es lo que Yo/tú” queramos. Somos uno, hemos sido siempre uno. Yo no he podido ni mirar a otro hombre y mira que me lo han pedido. – Muchos desde luego, con lo bella que eres, con lo extraordinaria que eres. – Cosme… – ahora sí, el rostro de Lucía se volvió también en una brillante rosa roja de terciopelo. – Me gustaría consagrarlo ante el altar de la iglesia parroquial del pueblo. – sentenció solemnemente, añadiendo. – No he ido a misa desde que era monaguillo, ¿recuerdas? – Claro, no tenía ojos para el crucifijo, solo para ti. – Eh… – se repuso con otro suspiro. – Quiero compartir con nuestros vecinos de Osorio un poquito de lo que llevamos dentro. ¿te parece bien? – Como no me va… – Lucía se lanzó a ahogar sus sollozos al pecho de Cosme y estuvieron abrazados un buen rato hasta que oyeron una voz ronca a sus espaldas. – Vaya, vaya. Claro, sois vosotros dos. Si no fuera por este abrazo, que hoy día ya no se ve por ninguna parte, no os hubiera reconocido. – ¡Ambrosio! – exclamaron ambos. – Sí, el mismo, aunque con demasiados años encima. Sigo siendo el alcalde hasta que esos comunistas acaben poniéndome entre rejas. – ¿Por qué lo van a hacer? – rieron los amantes. – Bueno, es un decir; no he sido un angelito, pero tampoco un sicario del régimen. No, bromas aparte, yo ya hubiera tenido que retirarme, pero quien iba a estar aquí al frente de estos cambios… ¿Habéis visto como ha cambiado todo? – ¡Desde luego! Estamos en la lechería, ¿verdad? – Sí. – ¿Sabes que fue de mi fragua? – Es algo extraño… – ¿El qué? – No sé porque, cuando vino el desahucio, ¿sabes quién se la quedó? – ¿Quién? – Gallardo. – ¿El cura? – El mismo. – Pero… – La cerró y ahí está, tal como tú la dejaste. – ¿Cómo está el padre Gallardo? – preguntó Cosme cambiando a un tono de mucho respeto. – Uy, muy viejo. Casi no sale de su casa. – Me gustaría que saliera para casarnos. – Niños… – la emoción también bloqueó la garganta al viejo alcalde que los había visto crecer. Luego se repuso. – Aunque tengamos que llevarlo en camilla estará orgulloso de hacerlo. – gruesos lagrimones resbalaron con dificultad por el rostro apergaminado de aquel hombre que también lo había visto todo sin salir de su pueblo; casi todo, le faltaba por ver el abrazo entre aquellos dos seres excepcionales.

Alquilaron un piso en un edificio a las afueras de Osorio y Lucía le propuso que vivieran juntos, pero Cosme le dijo que prefería hacerlo después de la boda. Con el alcalde fueron a ver al padre Gallardo a su casa y este le dijo a Cosme que en su testamento había una sola propiedad que el obispado de Burgos le había permitido registrar, la fragua, y que la legaba a su verdadero dueño, de modo que podía ir a abrirla sin pérdida de tiempo. Por lo tanto Cosme le dijo a Lucía que prefería dormir en el jergón de la fragua hasta que se celebrara la boda.

– Muy bien. – respondió Lucía. – Sea. Pero quiero la boda inmediatamente. He esperado tantos años a estar contigo que ya nada más me lo impedirá. – Pero mujer, – protestaba en padre Gallardo, – hay que presentar los esponsales, el registro, los permisos, obtener las fes de soltería… – Padre. – ¿Dime hija mía? – ¿Usted cree que tengo edad para esperar a que aparezcan unos papeles, sabiendo quienes somos Cosme y yo? – Pero es que… – Vamos, padre. Es Cosme quien quiere casarse por la iglesia. Yo ya estoy casada con él ante Dios. Y si la Iglesia me ha de hacer esperar por cuatro puñeteros papeles le aseguro que Cosme no va a poder resistirse sin me voy a vivir con él a la fragua, ya que el no quiere venirse a vivir al piso que hemos comprado… – ¡Espera, niña, espera, no hagas una tontería! – Le aseguro que no es ninguna tontería y tiene todas las bendiciones de Dios, y directamente de él. – ¡Pero qué te han enseñado en América! – Nada, padre, solo a una cosa, a callar y a sobrevivir. Si no me fui a la cama con Cosme cuando éramos jóvenes es porque… yo qué sé. ¡Padre! – sentenció como una mujer de la categoría de la cual la Superiora del Liberation Army había intuido. – Soy suya en alma, ahora solo falta serlo de cuerpo. ¿Nos casa o…? – Vale, vale. – el buen anciano lanzó un larguísimo suspiro y se la quedó mirando con una sonrisa de santo – Ha valido la pena esperarme a morir para ver esto. Hace tantos años que había perdido la fe… Tú, hija, mía, y ese pedazo de hombre tuyo, me la habéis devuelto. Ya sé lo que voy a hacer. – Lucía permaneció atenta – Déjame a mí. Por una de las casualidades de la vida soy, o fui asistente de Obispo y aun tengo conmigo el sello. Os voy a casar mientras los papeles siguen su curso. No podrán anular el matrimonio si hay un sello obispal en las solicitudes. – Y cuando lo anulen, si es que lo anulan, – dijo Lucía muy pausadamente, – yo ya seré de mi hombre por completo. – Bendita seas, Lucía, hija mía. – dijo de pronto el anciano cura sin haber aflojado la intensa emoción que lo embargó desde el primer momento de verla. – Y a usted padre Gallardo.- respondió con un larguísimo suspiro – Y a todos nosotros, que buena falta nos hace.

A la ceremonia de los niños perdidos del Plan Marshal, como un periodista los llamó en un artículo de primera plana, asistió el pueblo en pleno, por lo menos la gente que siempre fue del lugar, los recién llegados a golpe de especulación urbanística apenas se pasaron por la pequeña capilla curiosos por el inusual gentío, ya que en los últimos tiempos más bien parecía una pieza de museo del románico tardío que un lugar de culto, porque al haberse desviado el camino de Santiago no recibía turistas y apenas iban más feligreses que las habituales beatas a rezar el rosario con el diácono que venía los jueves de un pueblo cercano.

El padre Gallardo, con un refuerzo de vitaminas por via intravenosa ofició toda una misa tradicional y en latín, como se hacía cuando Lucía y Cosme fueron sacados del pueblo. Los monaguillos estuvieron en todo momento absolutamente perdidos pero algunos vecinos del lugar se atrevieron a subir al altar a asistirles. El padre Gallardo se permitió un detalle de santo. Como no hubo tiempo de confesar la víspera, ni a los novios ni a los asistentes. Antes del momento de la comunión y antes de empezar su homilía, lanzó:

– Hermanos en Cristo. Este es un acontecimiento muy especial que ha congregado por primera vez en muchos años a tanta gente en esta humilde iglesia, y en especial porque han regresado algunos de los que perdimos hace demasiado años. Como mi salud lo me permitió confesar ayer a los novios ni a todos los que quieran tomar la eucaristía, unámonos en contrición de nuestros pecados, cada uno para sí, durante unos instantes y después pediremos colectivamente la absolución. – Se detuvo un instante para mirar a los atónitos feligreses muchos de los cuales llegaron a pensar que se había convertido al eurocomunismo de Santiago Carrillo, luego continuó: – Oremos todos: Señor, reconozco y me confieso de mis faltas y errores, y hasta pecados para con el prójimo y para conmigo, por lo tanto ofensas contra ti. Y ahora en esta tú casa, y suplicándote tengas la benevolencia de absolvernos de todo ello recemos la oración que tú nos enseñaste. Padre Nuestro…

Los feligreses uno a uno y poco a poco arrancaron a rezar la oración capital del cristianismo, que muchos tenían bastante olvidada y tuvieron que seguir la voz senil pero firme del oficiante. Después, el padre Gallardo lanzó su homilía sobre los sagrados vínculos de matrimonio tan amenazados por los nuevos tiempos que se cernían amenazadores sobre la familia.

– Como veis y conocéis, – decía – ya no son muchachos en su primera juventud, aunque para mi seguirán siendo niños, – añadió en voz baja, pero audible por las posibilidades que ofrece tener un micrófono ajustado a la baranda del púlpito, – Su amor es maduro, aunque creció durante su niñez, y si embargo la impetuosidad y la ilusión con que llegan ambos aquí es propia de la eterna juventud. Pero no creáis que son un caso único y aislado, aunque bien notable, sino que puede darse en cualquiera de vosotros y a cualquier edad. La clave solo es una y muy sencilla: – Se inclinó sobre la barandilla de madera como si fuera a arrancarla de cuajo con sus viejas pero fuertes manos – ¡Sinceridad!… – un silencio para dejar que el disparo llegase a sus destinos, y repitió con más calma y marcando las sílabas – Sinceridad. Lucía y Cosme jamás se han mentido el uno al otro. ¡Jamás! – gritó – Si hubo cosas, seguramente muchas, que no pudieron decirse simplemente no las dijeron, pero jamás inventar un substituto, un disimulo, una salida. – un nuevo mutis – Llevan muchos años queriendo estar aquí, ante este altar y solo ahora a edad madura han podido hacerlo. Imaginaos la cantidad de veces que han tenido que evitar decirse lo que salía de sus corazones. Pero no lo dijeron: antes callar que mentir. – El anciano cura permitió unos instantes de relajo a sus feligreses y él mismo se distendió haciendo aparecer su eterna sonrisa del padre bondadoso. – Bueno, no quiero que sigan estos dos colorados por más tiempo. Simplemente intentadlo – siguió hablando para el resto del mundo tomando a los contrayentes como ejemplo – aunque sea empezando por las cosas más pequeñas, deciros la verdad, deciros lo que realmente estáis pensando. Probadlo… Y ahora vamos a prepararnos para tomar la sagrada eucaristía.

El padre Gallardo había transgredido con aquel matrimonio muchos preceptos de la pétrea iglesia de Pedro, pero lo había hecho suavemente, con una sonrisa, y al amor y la sabiduría de sus últimos días en la tierra. Siempre fue muy astuto y al hacer aquella homilía, la confesión colectiva previa a la comunión, y el mismo papeleo del matrimonio, sabía que iba a ser criticado por la clase fosilizada del pueblo. No le importaba, lo había hecho adrede, siempre siguió las normas sin pasarse de la raya, pero tampoco sin exagerar el territorio de las prohibiciones, andando de puntillas sobre esa línea tan medieval como la Iglesia de Franco impuso en sus tiempos duros y en los otros, y tenía visos de perdurar su réplica del Tribunal de la Inquisición mucho más allá de la transición hacia la democracia. “Por lo menos, se decía el sacerdote, podré irme tranquilo al otro barrio”.

El banquete en la plaza y con mesas y sillas de alquiler lo pagó el ayuntamiento, a Ambrosio, el sempiterno alcalde, le cogió un arranque parecido al viejo cura, pensó que por lo que le quedaba de máxima autoridad en el pueblo bien podía transgredir el límite de sus funciones gastando del erario público, que, dicho sea de paso, iba notando los agradables nuevos vientos que traían ingresos via permisos de edificación, en un evento privado, por mucho que lo revistiera de acontecimiento social trayendo periodistas hasta de Madrid. Y cuando Lucía, en un momento del banquete, en que los novios estaban sentados en la mesa presidencial al lado del cura y del alcalde le preguntó a este si no temía las consecuencias, le contestó con su voz cascada pero siempre expresando muy claro su aire socarrón:

– Ya sabes lo que dicen los monjes – miró al padre Gallardo que sonrió porque ya sabía lo que iba a decir, lo que diría él mismo – “Por lo que me queda de convento, me cago dentro”.

Para Lucía era el día más feliz de su vida, y eso pocas novias en su banquete de bodas pueden decir, si llegan raramente a ser sinceras consigo mismas, pero para Cosme era tal vez uno de los días que más había temido, especialmente la continuación del banquete. Todos preguntaban a Lucía, porque como Cosme no decía palabra, adónde irían de viaje de novios, a lo que ella contestaba con su habitual sencillez.

– A Osorio de Nuestra Señora, provincia de Burgos. ¿No cree que ya hemos viajado demasiado, mi marido y yo?

Además de amorosa, Lucía era una mujer de rara inteligencia. Supo que debía dejar espacio a su marido y no meterle prisas por irse a su pisito, ya que normalmente es el hombre el que las tiene, pero sabía que Cosme en lugar de prisas tenía un miedo atroz a no estar a la altura de su bella y madura mujer. Ella no tenía ninguna duda, una mujer inteligente sabe notar al macho y a su poder a distancia y aunque no se pavonee de ello sino que se lamente de lo contrario. Mirando a la multitud del pueblo en la plaza mayor – no tardarían en quitar el letrero que imperaba en todas las plazas de España hasta aquella fecha “Plaza del Caudillo” – recordó cuántas veces estuvo a punto de arrastrar a Cosme a un rincón apartado de la acequia para que intentaran hacer el amor, pero el monstruo reinante por aquellas épocas le pareció demasiado poderoso y prefirió esperar a hacer las cosas según bien, según sus propias reglas. Cuántas veces quiso hablarle claro a Cosme para que se decidiera a pedirla en matrimonio, pero el dictadorcillo de su padre también ejercía un poder de disuasión en Cosme por presiones de estatus social, ya que el lechero quería para sus hijas, y por supuesto para él mismo, que se casaran con alguien de carrera de la capital, para eso eran tan bellas, aunque Alicia fuera un poco marimacho. Lucía supo siempre – una mujer inteligente las cosas que sabe las sabe desde siempre – que si ella le forzaba a pedirla en matrimonio, el chasco que iba a recibir de su padre hundiría a su hombre en el pozo más profundo que imaginarse pudiera. Por ello aprendió a rehusar lánguida y diplomáticamente cualquier propuesta de matrimonio que los amigos de su padre hicieran en sus años de niña/adolescente, entrenamiento que le valió preciosamente en Nueva York, y no solamente con el pobre millonario Van Allen, a ese predador le fue muy fácil de esquivar. Lucía sonrió a la plaza, pero para ella. Aquel era el día más feliz de su vida. Si hubiera leído a Tzun-Tzu se repetiría una de sus recomendaciones al Emperador de China, “La Victoria más definitiva es la que requiere mucha paciencia”. Por tanto no iba a meter ninguna prisa a su hombre en sus propios ardientes deseos de consumar su matrimonio.

Esperaron a que los comensales se hubieren retirado todos, ya entrado el anochecer, cuando Lucía le preguntó a Cosme:

– ¿Qué quieres hacer’ – y como viera que a Cosme volvían a trabársele las palabras en la garganta, tomó otra vez la iniciativa. – ¿Te apetece que demos un paseo? – Sí. – ¿Quieres que vayamos a ver si aún sigue ahí la vieja acequia? – ¡Sí!. – ¿Paseamos, así, yo de blanco y tú de etiqueta, o nos ponemos más cómodos? Mañana hay que devolver estos atuendos, porque los alquilamos por un día. – Claro. – ¿Me esperas a que me cambie?. No tardo nada. ¿Luego te cambias tu. – Vale, te acompaño al piso.

Cosme solo tuvo que esperar diez minutos a la puerta del edificio. Luego fueron a la fragua a que él se cambiara, y los dos se dirigieron cogidos de la mano – qué menos, para unos recién casados – hacia el final del pueblo por la carretera de Burgos a ver si aún estaba aquella antigua acequia que albergó sus juegos infantiles. Desgraciadamente había sido pasto de una de las urbanizaciones, pero siguieron andando por el vial de la carretera en silencio. Cosme intentaba evitar, en vano, que Lucía notara su intranquilidad, y una vez más fue ella al rescate de su hombre.

– Cosme. – Dime. – ¿No te parece que ya puedes besar a la novia? – Y añadió para ablandar el azoramiento de Cosme. – Es muy sencillo, no pasa nada. Solo recuerda las veces que quisimos besarnos escondidos en esa acequia. Nos la imaginamos y ya está. – se plantó delante de él, con su decisión de siempre – Cosme, no solamente eres mi marido por la iglesia, ha sido mi hombre siempre. ¿Qué hay de malo en que me beses? – No… nada. – ¿Entonces? – y con la dulzura que solo una mujer como ella sabía mostrar acercó su cara a la de él, acercó sus labios a los suyos pero sin tocarlos y cerró los ojos.

A Cosme le pareció que las puertas del paraíso se abrían de par en par dejándole sentir aquel aliento que adoraba hasta la locura, aquel perfume de la piel de su mujer que respiraba en sueños todas las noches. Se dejó llevar por el destino, es decir por Lucía, y terminó de acercar sus labios a los de ella. Se había imaginado miles de veces aquel encuentro, de muchas maneras, siempre con miedo, siempre pensando que no sería lo que sus imaginaciones presagiaban, pero el primer contacto le pareció la mejor sensación que jamás hubiera podido imaginar. Lucía abrió los labios para completar el beso. Se retiraron unos milímetros para terminar la obra.

– Cosme – murmuró Lucía – No se tu, pero a mí me ha parecido muchísimo mejor de lo que había imaginado, y te aseguro que llevo toda la vida esperando este momento. – Te quiero con toda mi alma… – supo solamente contestar Cosme. – Lo sé, lo he sabido siempre. ¿Qué tal tu? – … – una larga inspiración fue la única respuesta posible.

Lucía volvió a besarlo y así continuaron, dejando que el tiempo hiciera lo que quisiera a su alrededor. Y en un momento dado Lucía le dijo.

– Cosme, necesito que vayamos a casa; aquí pasa gente.

Volvieron lo andado despacio, cogidos suavemente del talle y las cabezas inclinadas tocándose, y sin prisas llegaron muy entrada la noche al edificio donde habían comprado un pequeño apartamento que Lucía se encargó de arreglar con sencillez. Al llegar al rellano y abrir la puerta, Cosme si decir palabra la cogió en volandas a su mujer, como había visto en las películas antiguas y entró con ella en su casa. Lucía no se lo esperaba y pudo comprobar cómo su hombre era mucho más fuerte de lo que ella se imaginaba. No era una mujer menuda sino todo lo contrario, pero a Cosme le pareció levantar una pluma. Lucía estaba tan excitada que le dijo a Cosme algo así como “directamente a la cama”, aunque por tratarse de Lucía tal vez esas no fueron exactamente sus palabras.

Se desnudaron en un instante, Cosme seguía con aquel miedo que no le abandonó desde por la mañana sobre el daño que podía hacer, según cuentan las historias menores de la tradición, al desflorar a su mujer. La dudosa vanidad que se apodera de cualquier hombre de suponer que su recién casada esposa es virgen, no tenía sentido en el caso de Cosme, porque sabía muy bien cómo era Lucía, aunque no lo sabía ni remotamente por elucubraciones intelectuales fruto de una lógica deductiva, sino por instinto, puro instinto. Cosme no necesitaba en absoluto la lógica. Por tanto ese miedo aprendido en la educación de la España medieval de que la noche de bodas se convierte en una sangría no dejaba suelto a Cosme. Y a lucía cada minuto que pasaba iban entrándole cada vez más crecientes prisas, porque Lucía era tan mujer como cualquier corista de portada de revista del corazón, y por tanto se estaba excitando por sí misma y desde lo profundo de sus emociones hacia la piel. Cosme tardaba demasiado en decidirse a penetrar, a pesar de que ella lo condujo directamente y sin vacilaciones, y en su lugar la acariciaba y besaba todo centímetro cuadrado de esa piel entrando en su paroxismo.

– ¡Vamos Cosme!, entra de una vez, no puedo más. – Pero… te hago daño. – ¿Quién te ha dicho esas cosas? Es un daño maravilloso. Vamos, no puedo hacerlo sola, te necesito… Vamos.

A Cosme se le desató una espoleta en alguna parte de su interior que conectaba directamente con su naturaleza animal. Se detuvo un instante, miró a su mujer y se dijo que jamás la había visto tan rabiosamente bella, tan seductora, la cogió por los hombros y se dejó llevar por el poderoso volcán que rugía desde el fondo de sus cavernas. Lucía exhaló un grito que encabritó aún más a su hombre, y luego otro, y luego otro, y a su hombre le pareció haber entrado en otro mundo porque vio como el rostro de su mujer se transformaba, no era ella misma, era un ser todavía más hermoso y fuera de este mundo, arrollada por primera vez en un orgasmo vaginal profundo como un abismo atlántico.

Ambos había soñado aquel momento miles de veces y viendo el rostro preciso del otro, y solo aquel, pero lo que experimentaron en aquel momento no se parecía en nada ni a sus sueños, ni la las historias que hubieren podido leer o que les contaron. Probablemente el destino tiene su carga de energía sexual contenida en alguna parte, y como casi no la suelta por más en coitos que tengan lugar por segundo en todo el planeta, cuando lo hace a los amantes les parece haberse trasladado a otra dimensión donde las humanas miserias y mediocridades habituales han desaparecido por completo, y probablemente no solo les parezca sino que se han trasladado realmente a ese lugar en el que ya no hace ninguna falta creer en Dios.

El sol salió y siguió su camino hacia la tarde antes de que los amantes se dieran cuenta. Y tanto él como otros dioses menores tuvieron esos momentos desagradables de envidia del ser humano. Luzbel sabía muy bien porqué protestó ante el creador incluso sabiendo que caería por el abismo para convertirse en Lucifer. A ningún ser de la creación le es dado experimentar un momento de culminación total como el que transforma a algún raro ser humano en algo mucho más luminoso porque tiene la facultad de decidir y el riesgo a equivocarse, y no posee ningún don que le permita ver las cosas antes de que ocurran.

Se levantaron a comer algo y quedaron mirando por la ventana que daba a la carretera de Burgos.

– Bueno, amigo mío. Ahora sí que estamos en casa. – Como ha cambiado el pueblo… – murmuró Cosme mirando a ambos lados de la carretera, a los nuevos edificios, algunos alargados y con chimeneas, y más allá urbanizaciones. – ¿Quieres que nos quedemos aquí? – Lucía se volvió sorprendida de que su hombre, al que creía anclado a sus viejas costumbres, llegara a preguntar aquello. – ¿Quieres volver a Nueva York? – No, no precisamente. No sé. – se volvió a mirarla también. – Pensaba que ahora ya nos hemos encontrado… del todo. Podemos ir a cualquier parte porque allí estará nuestra casa, ¿no?

Lucía lo abrazó con fuerza. Se dijo que aquellas salidas tan inesperadas de su hombre la ratificaban el porque lo amaba incondicionalmente.

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